lunes, 12 de abril de 2010

Conspiración Subterránea

No podría decir que la experiencia hubiera sido placentera. El Metro de Madrid, como casi todos los suburbanos del mundo, son claustrofóbicos, propensos al hacinamiento y un auténtico laberinto de dos pares de huevos donde perderse es la regla, además de un muestrario muy particular de olores.

Mira que me gustan poco esos sitios. Recuerdo el episodio vivido en el metro de Moscú. Estábamos liados con el concierto gordo que íbamos a dar en aquella ciudad, en 1997. Como era habitual aquello se iba a grabar para sacarlo luego en videocasete (aún no estaba muy extendido lo de los DVDs) y para tal menester el jefe Francis había encomendado la dirección del film a un pesado llamado Aurbey Power, por lo demás conocido solo en el salón de su casa. Con lo bien que siempre me había ido con Mike Mindfield. El jodío me sacó unos planos bien buenos en Londres. Yo estaba allí más mosqueao que un simio, porque estaba todo encharcado y olía a moqueta de cuarto de baño inglés. Pero el Mindfield me encuadró bien sonriente todo el rato. Seguro que pilló planos de cuando me partía el culo con la bailarina yokoono esa que me subieron al escenario.

Bueno, el caso es que al tontuno del Power no se le ocurre otra cosa para grabar que pasearme por media ciudad: Que si un parque de atracciones con unos rusos beodos subidos en una montaña evidentemente rusa, que si un posado en la Plaza Roja (creo que aquello fue lo que se le borró de la memory stick de la cámara) y por supuesto el puto metro moscovita. Será todo lo art decó que quieran, pero aquello era lo más parecido a un mausoleo gordo y además bajo tierra.

Pues ahí abajo estábamos grabando, el Power me decía "ponte así, mira a aquel" y yo aguantando mecha vistiendo un tabardo pesadísimo que me producía los sudores de la muerte. Porque allí, por muy Moscú que fuera, hacía un calor de cojones, y es que estábamos en pleno Septiembre. Pues íbamos a grabar un secuencia en la que yo tenía que salir de un vagón. Power y su gente se habían instalado en el andén con la cámara. Llegó el tren, entré en él no sin recibir unos buenos empujones y me planté allí delante de la cámara esperando a que el aprendiz de director me diera la señal de "acción". De verdad que no sé en qué puñetas estaría pensando el tío que no abrió la boca hasta que las puertas hicieron el efecto contrario: Se cerraron y el tren se puso en marcha. Allí estaba yo, rodeado de moscovitas que me dedicaban miradas sucias, posiblemente por lo estrafalario de mi atuendo invernal (tenía una raya reflectante en la espalda que me hacía parecer un encargado de mantenimiento de carreteras), sin saber una sola palabra de la lengua de Lenin y más perdido que Guillermo de Baskerville en la biblioteca. El equipo del infame director me recuperó dos hora más tarde en la siguiente parada del soviético metro. Ellos también se perdieron grabando algo.

Por eso todo lo que sea viajar en metro me pone de mala uva, y con el de Madrid no habría de ser diferente. Nos tiramos casi una hora agarrados como simios a las barras. Después de un par de trasbordos asomamos a la superficie por la boca de metro Bilbao. Hacía un solazo del copón y yo sudaba bajo la negra camiseta fan made. Eugène no había parado de rajar durante todo el recorrido sobre expediciones y colonias espaciales, la versión futura del Reason y sobre soportes imaginarios en que publicaría su primer disco. En eso seguía mientras me guiaba hasta su cybercafé favorito.

- ... Y en esas laminas de cristal irán almacenadas las canciones las cuales insertadas en conectores HDMI en nuestra nuca emitirán sonido en 5.1 neurocerebral... Ah, es justo ahí -señaló un local con tolditos rojos y puerta de entrada giratoria- el Café Comercial, mi ciber favorito...

Entramos, aquello parecía amueblado al más puro estilo puticlú alicantino, con sillones forrados en skay rojo y una barra de madera más sobada que una entrada de concierto. Pero se estaba bien, fresquito y además pude ver que tenían mousse de chocolate. Eugène me comentaba que aquel antro había sido lugar de encuentro de grandes escritores espagnolos y que él solía pasar ratos allí a ver si se le pegaba algo del talento de los vetustos escribanos. En fin, tomamos asiento ante uno de los ordenadores conectados a internet y de paso pedimos unos brebajes.

- Para él un mousse de chocolate pero si no tiene ni azúcar ni mantequilla -dijo mi acompañante dando muestras de estar empapado sobre mis gustos gastronómicos- y para mí una Coca-Cola de vainilla. Es que me he aficionado un poco a las pelis del Tarantino -me dijo a modo de confidencia-. Bueno, vamos a ver si su ejército de fans españoles sigue estando donde siempre...

Tecleó una dirección web y en unos segundos apareció el índice de una web de discusiones. Mi nombre aparecía por ahí en algunos sitios. Efectivamente existía una comunidad de fans espagnolos.

- Ahora voy a ver de qué forma puedo contactar con los Webmasters -me informaba de los pasos que iba dando-, como no me dejan escribir puede ser algo complicadillo...

Mientras Eugène se movía rápido por aquella web yo alcanzaba a leer frases que no acababa de entender. Ciertamente la lengua de estos fans resulta difícil de traducir. Leí algunos nombres de usuarios ciertamente evocadores de mi fastuosa obra.

- Dime Eugène -pregunté a mi soldadito espagnolo- ¿cómo son estos fans míos? quiero decir, mis seguidores anglos se llevan el día llamando a mi oficina para que les cuente algo en exclusiva, se fabrican arpas láser en sus propias casas o se reúnen para cantar canciones mías como la que grabé con aquel estudiante amigo mío que usaba coladores por gafas -recordaba algunas frikadas que me habían contado o que yo había visto en YouTube que ahora, en estos tiempos aciagos, me resultaban conmovedoras-. Cuéntame...

- A decir verdad, Maestro -contestó Eugène-, sus seguidores españoles son peculiares en algunos aspectos... ¿Cómo le diría yo?... A ver -y se puso a buscar algo dentro de aquella web de fanáticos de mi música-, le voy a poner un video que creo que está por aquí... ¡Sí, aquí! Échele un vistazo a esto mientras voy por nuestras bebidas y así se hace una idea... -se levantó y se dirigió hacia la barra del café-.

Se abrió una ventanita en el explorador que mostraba un video alojado en YouTube...




No había altavoces ni auriculares con lo que escuchar nada, y el principio del video me pareció poco aclaratorio, así que salté en la línea de tiempo. Ahora aparecían unos tipos al parecer pasándoselo bien sentados sobre unas camas. Otro salto y se podía ver a algunos de esos individuos saltando como simios dopados en lo que parece una disco de moda como el VIP Room de mi amigo Jean Rock. Hice retroceder un poco la imagen y... Entonces fue cuando lo vi. La sangre se me congeló bajo la frondosidad de mi melena y casi me da un vahío. La imagen había quedado fija bajo el icono de un reloj de espera, la imagen de la traición y sus perpetradores, del cónclave de la conjura, de la instauración del poder fáctico... Sentados en una mesa y comiendo, rodeados por otras personas, algunas de las cuales acababa de ver en otras escenas del video, podía verse al que hasta hace unos días consideraba mi mejor amigo y compadre musical, Paco Rumber, flanqueado por los dos cabecillas ultrafans que me sobaron la cámara de fotos en Marsella y me colaron el DVD espía de Queen años atrás... Ellos, allí, en lo que parecía una convención de ultrafans conspiradores. Seguí viendo el video presa del asombro y del terror por haber descubierto esa facción de espagnolos confabuladores que maquinaban mi destrucción. De nuevo aparecía en la pantalla Rumber, esta vez en la calle rodeado de ese numeroso ejercito... Debían ser decenas, quizá cientos... Lo veía charlar con ellos, dándoles instrucciones, aleccionándolos en la estratégia de su golpe de estado. Alguno incluso se tapaba el rostro ante la cámara, posiblemente intentando ocultar su identidad para que yo no pudiera identificarlos. ¿Cuántos más de los que me rodean en cada gira, en cada ensayo, serían cómplices de este complot?... Y entonces, en un único fotograma que antes pasó inadvertido ante mis ojos, llegó la respuesta a esa dura sospecha: A la diestra del instigador jefe identifiqué a otro miembro de mi equipo. me habría caído de culo al suelo de no estar anclado por el sudor al puto skay rojo del sillón: María Laura, ayudante y esposa de mi técnico de sonido, Patricio Mondamourgues, además de colaboradora en varios asuntos de las giras y conciertos y, como no podía ser de otra manera, bastante cercana a Rumber ya que le llevaba las labores de management.

Yo estaba entonces que me salía del pellejo. Esto había alcanzado unas dimensiones que me sobrepasaban. Los ultrafans estaban bien colados en mi equipo personal y de producción. Ya habíamos desenmascarado a dos de ellos y quién sabe cuántos más habría metidos en el fregao. ¿Quizás Dominic? Emyl no se fiaba un pelo del enjuto músico, aunque a mi parecer no tendría razones para desearme mal alguno: Me lo llevé por media China de gira, dejé que se disfrazara de jeque en Londres, siempre le dejaba los teclados de bandolera más molones... Aunque también es cierto que durante los conciertos que dimos en París hace unos años me negué a pagarle un sobresueldo para el bonobús, y es que tenía que ir y venir todos los días un par de veces hasta los Campos Elíseos... Pero no, eso no es razón.

La desconfianza se estaba apoderando de mí. Ya dudaba de todo el mundo, aunque ciertamente no era para menos: El que creía que iba a ser mi ejercito de leales fans espagnolos no era más que un nido de víboras intrigantes en cuyo centro se alzaba un embaucador Rumber, apoyado siempre por María Laura, su manager y ahora también subcomandante de los ultrafans...

- Perdone la tardanza Maestro -la gravísima voz de Eugène me sacó de mis pensamientos de un mazazo; me había olvidado completamente de él-, pero su mousse estaba hecho con mantequilla y les he exigido que hicieran otro sin ese ingrediente. Aquí está, como a usted le gusta...

"Como a usted le gusta", su última frase resonaba en mi cabeza con efecto vocoder y algo de flanger. Aquel individuo sabía cosas de mí que no recuerdo haber ventilado en ninguna entrevista. Dios mío, ¿cómo había podido estar tan ciego? ¡Eugène era un ultrafan camuflado! Entonces me pregunté cómo fue capaz de localizar el hotel donde me hospedaba... Seguramente por alguna señal emitida desde un chip espía instalado en mi MacBook. Me había metido en la boca del lobo dejándome engatusar por mi rayado y rayante acompañante. Tenía que salir de allí, y a ser posible sin levantar sospechas.

- Claro, claro... Sin mantequilla... -dije intentando disimular mientras me levantaba lentamente de mi asiento-. ¡Anda, qué tonto! Pues no que he salido del hotel sin dinero encima -solté lo primero que me vino al melón-, así que voy ahora mismo a salir a ver si encuentro un cajero de Barclays por aquí ¿vale?...

- No, Maestro, que yo invito -replicó el recién descubierto ultrafan- que hoy es un día glorioso: Voy a entrar de nuevo en la comunidad de internet sin tener que usar un nick de camuflaje -dijo en medio de una gran sonrisa, una sonrisa sospechosa-. Oiga, ¿le ocurre algo?...

No perdí un segundo, salí por piernas todo lo rápido que pude, como si recorriera de nuevo la pasarela sobre el lago en mi concierto de Sevilla, abandonando el cibercafé -casi me quedo encajado en la puta puerta giratoria- y a Eugène dentro de él seguramente paralizado por la sorpresa pues cuando me lancé escaleras abajo por la boca de metro pude comprobar que no me seguía.

Recorrí los subterráneos pasillos, temiendo cruzarme con algún otro ultrafan que pudiera seguirme. Sus caras, las que vi en aquel video, se quedaron grabadas en mi sensual mente. Llegué a un andén del cual estaba a punto de salir un tren. Sin pensarlo me colé en él y las puertas se cerraron tras de mí.

Había escapado de milagro. Pero aún no estaba a salvo: ¡Me encontraba bajo el subsuelo del bastión de los ultrafans espagnolos!.

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